sábado, 9 de abril de 2011

El espejo de Baudelaire

Hoy, cuando eran las 3, sale uno de casa a cumplir con su plácida rutina. Coge uno la Empresa Fernández a eso de las 15:40 y va leyendo durante el trayecto. Uno se ha acostumbrado, en este sentido, a tomar anotaciones de cuaderno aún a riesgo de mareos. Llega uno a Oviedo y da un breve paseo por el parque San Francisco. En eso ha empleado uno media hora, y luego se sienta frente al ventanal de La Corte a mirar, por una debilidad, a todo el mundo. Con frecuencia, le dan a uno ganas de levantarse, de salir a la calle, parar a una muchacha rubia y muy guapa -siempre hay una-, y decirle "¿no sabes que vas a ser inmortal? Ve tranquila. Cuando regrese al café te escribiré algo". Pero uno nunca lo hace y la muchacha en cuestión se aleja con certeza radical, llevando a lomos su soledad. Comienzo a releer a Baudelaire y sus flores malsanas. Se me ocurre un posible título para un libro, El espejo de Baudelaire, basándome en Paul Eluard. Me levanto sin ganas, y me dirijo entonces a la biblioteca del Fontán. Saco en préstamo El gato encerrado, el primero de los diarios de AT. Es de 1987 (ha llovido). Más tarde, en casa, rumio todo lo que he hecho, y continúo el relato con la ayuda de N. Pienso, al fin y al cabo, que uno no puede hacer otra cosa que lo que le gusta: escribir, quedar con la gente que conoce, observar los paraísos andantes desde su orilla, ilusionarse un par de veces al día, sucumbir a algún libro... Y es que aunque a veces uno se desconoce, casi siempre sabe quién es -me digo ahora. Aún seguimos vivos.

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