miércoles, 23 de marzo de 2011

Invitación al trayecto

La mejor forma de viajar es para uno, lo ha dicho siempre, la del tren. Uno toma asiento con su presagio y mira el día que despunta, el misterio impenetrable de la vida. En un tren se encuentra uno al abrigo de todo, saborea el espejismo, con sus pupilas expectantes. Podría decir que generalmente uno viaja para cruzar alguna palabra con su diario, para leer ciertos libros indecisos o de agenda. Pero también lo hace para conocer la ciudad que ya conoce, tan antigua como hermosa, o para buscar tu nombre entre las callejas azules y luminosas, cuando las nubes están abiertas, como es el caso. Oye uno tibiamente hablar a los transeúntes futuros y se deja mecer por el río de las conversaciones. Son gentes exactas, iguales a nosotros, y eso le reconforta a uno con el mundo. Qué lentas las horas en libertad sin que llegue el anochecer. Me rondan en la cabeza unos versos de Joan Margarit: “Estoy pensando en ti dentro de un tren / parado en la estación de una ciudad / en la que nunca estuve. / Una estación de andenes fatigados. / De difícil crepúsculo. / Cuando se acaba el tiempo / es tan desolador atreverse a soñar. / El tren arranca y cruza frente a unos edificios. / Detrás de una ventana iluminada / distingo el interior: es un instante / con la vaga sospecha de unas vidas. / Tampoco es mucho más lo que conozco / de lo que hemos llamado nuestro amor”. Más tarde uno escribe estas líneas en el café de costumbre, mientras revisa sus anotaciones de viajero e imagina que cada ser desea siempre un tren a su medida, que lo lleve al borde de su destino. Entonces uno paga el café, recoge todos sus escritos y sigue el trayecto, a sabiendas de que mañana probablemente estarás a mi lado y oiré tu voz llegar. Aún seguimos vivos.


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