lunes, 27 de diciembre de 2010

Un inmenso desván

La vereda del mundo es demasiado ancha para andar solo. Solo el peatón acompañado tendrá por cómplice la dicha debajo de su piel. Llego a Avilés que me espera sumergida en sol y, nada más llegar, me insiste y me interroga. Pero yo me hago el despistado y recorro sin brújula sus callejas repletas de gente, adentrándome en sus rincones que me hacen sentir a la vez fuera del tiempo y me reconcilian con el mundo: la Plaza de España, lejos del ruido del tráfico, donde una muchacha con mirada de ángel pasa dejándome su jazmín y sus pisadas; el Paseo de Esperanto lleno de cisnes y palomas dudosas con luminosidad cruzando las aguas estancadas; Calle Rivero que camino mientras se acercan los recuerdos y mi mente se va a las calles brillantes de Mallorca, con Nerea, un verano de 2oo5; Café Santa Clara, fuera y en el centro del mundo; la orilla de la Ría desde la que se puede contemplar Avilés como una ciudad ajena y enigmática, que me hace sentir importante. Pero ya lo dije: la vereda del mundo es ancha como un abrazo, ¿y para qué mentirnos? Mejor recorrerla acompañado. Llega Saray Alonso con una sonrisa adolescente prendida en el rostro. Le pregunto por la vida y me habla de huellas inequívocas, envuelta entre las sábanas más luminosas de la tierra. Hay baños invisibles y tiquets de estacionamientos disparatados. Hay muchas cosas por hacer, detrás de cada gesto conservaremos una sonrisa cuerpo adentro. De regreso, miro mi soledad volver por ahora sin mí, que aún estoy en Avilés: paraíso encontrado, un inmenso desván donde no se acaban los sueños. Hoy es siempre...


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