miércoles, 1 de febrero de 2012

Los perros de Aviados

(Julio Llamazares)

Cuando el viajero llega a Aviados,
deja la iglesia cuando da la una.
Las calles están tan vacías como silenciosas,
solas a la luz de la luna
y, tras de las ventanas,
los vecinos duermen afilando sus ronquidos.

El viajero regresa a Aviados,
regresa aunque quizá nunca se ha ido,
y lo hace huérfano de mapas
-la vida consiste en eso-
alejado del mundo y de las carreteras,
senda que conduce al futuro.

Los perros lo reciben con ojos de pijama.
No tardan en descubrirle,
ladran y sus ladridos vuelan como gaviotas
en el viejo portal de cada casa.

Como todos los perros leales,
ninguno se acerca al viajero,
allá donde la luz no llega maltratada.
Se escucha el estrépito efervescente
de sus gruñidos lastimeros
que no quiebran el sueño.

El viajero llega al apeadero,
se tumba en un rincón,
sobre el cemento helado,
para soñar el sueño de los más justos
al fondo de su bolsillo,
y pensar en fantasmas que juegan a olvidar
lejos de ladridos y de sombras
de los perros de Aviados.

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