miércoles, 25 de enero de 2012

El café es un horizonte igual que el orgullo y que las conversaciones

El viajero, solo ante su mesa de bar, bebe su taza recién servida, con amable, cadencioso ritmo. El viajero es tozudo, es terco, es pertinaz. Ha releído Escenas de cine mudo y El río del olvido, y le falta por leer, por primera vez (que es, con frecuencia, la mejor) La lluvia amarilla y Tras-os-Montes. La primera mirada es fundamental, dicen. "Los recuerdos -se afirma- no son más que carteleras, escenas de una película que se queda reducida a cuatro o cinco momentos". "Hay puentes, como fotografías -se asegura-, que parecen construidos para incitar a su contemplación". "Hay fotos, como recuerdos -se jura y se perjura- que nacen fortuitamente, y que por eso, precisamente, nos acompañan toda la vida". El viajero ama -solo lo afirman quienes lo saben- las viejas fotografías. Sabe que se necesita poco para sentirse e incluso para saberse feliz: tu mirada de niña perdida esperando a que llegue tu tren, el sueño de toda la vida, el tú y el yo, el hoy y el ahora, tu invierno tan primavera, la vida misma sentada en el sofá de mi casa, la sonrisa de un niño, las viejas constelaciones. El viajero piensa que no es mala su receta de la ventana en La Corte, abierta sobre cualquier paisaje. Viaja por ella muchas horas seguidas, como si estuviera enfermo y desesperado. Enero se va, quizás ya se ha ido sin que nadie se diese cuenta. Y el viajero prepara una nueva huida a un nuevo café en que ella entre como quien dice, y la tarde sea suya, y brille como un diamante perdido.



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