martes, 14 de junio de 2011

Reflexiones sobre Ítaca

Ítaca es todo un paraíso emocionante y misterioso,
como una isla en medio del tiempo.

Ítaca es un día, un año, toda la eternidad entera.

Ítaca es el momento, cada detalle
-la luz del mediodía o el aire- que hace del mundo algo inmenso.

Ítaca es una ciudad sin sueño, que todo el día es la misma y siempre cambia.

Ítaca son todos mis amigos, y mi único amor.

Ítaca es ver pasar el tiempo mientras pasa la tarde, sin hacernos daño, sin ruido.

Yo estuve en Ítaca. Fue una tarde en el cuarto número 26 del Hotel Balmes, junto a la brisa veraniega; fue en un café de París, que se llamaba D'hauteville,
muy próximo al bulevar Magenta,
donde besamos a la vida besando nuestros labios;
fue casi una semana por la calles apacibles de Barcelona
que aún me recorren;
fue en aquellas tardes de la infancia tumbado por cualquier lugar, mirando al cielo,
buscando la forma de las nubes.

Ítaca está en la playa de Oriñón en una tarde de lluvia,
ocultando nuestros rostros del ajetreo cotidiano.

Ítaca está en el café Cires, en Astillero, y a la orilla de la Ría Solía
donde aún espero a quien no llega.

Ítaca son dos miradas que se cruzan en un tren. Las promesas. Tu mano tendida.
Nada más una frase, una sola, en tus labios en una noche lenta.

Ítaca es el sol de las Ramblas y el mismo en la playa de San Pedro.

Puede que para mí Ítaca no sea más que
-algo parecido a las palabras que dijo, hace ya algún tiempo,
Tao Yuanming-
una casa acogedora y un fuego encendido,
tu mirada que es una brújula de fe y de coraje,
la de la  gente sencilla, con la que pasaría alegremente las mañanas y las tardes...

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