Cuerpo lejano y mío
cuando era solamente
un niño camuflado
ordenando la tinta que hablaba
allá en El Astillero.
La gente salía de sí
con olvido y perfume
a recorrer las calles que esperan a la noche.
Qué suspiros de ría.
Qué silencio flotante.
Fue un tiempo
de mas bien sonidos de copas,
de alumbrar luces
que nos hicieron bellos.
Cruzamos aeropuertos,
optimismos, atascos y jazmines.
Y no está mal.
Nunca me sentí tan a salvo,
tan al abrigo
de sueños que dormían a mi lado
con ronquidos discretos.
El Paseo de los Ferrocarriles
como una vieja cúpula
de igneos soles.
El horario de la escritura.
El mar hospitalario de Cantabria
atendiendo a miradas callejeras.
La historia de un amor.
El que se va se lleva su memoria,
su modo de ser río, de ser aire,
de ser adiós y nunca,
decía la poeta.
Y ya sé que está mal.
Queda una mesa
sospechosamente vacía.
Tú y yo aprendimos a callar
porque el amor no tiene la última palabra.
Y sin embargo el porvenir
no reconoce más idioma
que la charla del pasado.
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