domingo, 2 de octubre de 2011

La fisonomía

Seré breve: te conocí en un parque. Te llamabas Noelia y vestías un jersey beige y falda negra. Me sentí en un banco de madera y te pedí hora y te miré al fondo de los ojos. Tú me respondiste (discreta) sin miramientos (observé, sin embargo, que no tenías reloj). Entre una cosa y la otra entablamos conversación. Me contaste toda tu vida, como si nada. Cosas inconfesables, lo cual me convertía en unos segundos en privilegiado. Te vuelvo a mirar y estoy a gusto y sonrío y me pierdo en tus palabras y entrecruzo las piernas y sudo (sudo mucho) y me maravillo con tu piel. Tan siquiera media hora después nos estampábamos besos, sin saber por qué. Permanecimos solos y sin decir ni pío (aunque estuviéramos rodeados de gente). Pensaba: me gusta. Debo quedar más con ella. He de volver a verla. Me despedí de ti con sufrimiento y anduve por las calles mirando escaparates, no sin antes concretar de motu proprio una cita para el día siguiente. No tenía ni pies ni cabeza. Pero abrumadoramente, me gustabas. En ti no había nada que no fuera genial, o interesante o irresistible. Todo podía ser. Me produjo una sensación desconcertante llegar al mismo lugar sin pegar ojo, a la hora indicada y no encontrarte. Luego miré a lo lejos y creí reconocerte (aunque llevabas el pelo recogido) jugueteando con lo que serían tus sobrinos. Todo irá bien, me dije. Siempre me han gustado los niños, y yo a ellos, pues les hablo en su idioma. Te paré y te saludé, y cuando iba a besarte me diste una bofetada, como si nada. Impulsado por las circunstancias pregunté qué ocurría con inequívoca preocupación. Me miraste entonces como se mira a un fantasma o a un delincuente. Me quedé de una pieza. Pensé que estarías nominada al Oscar a la mejor actriz secundaria. Me parecía estúpido. El detonante quizá era que te arrepentías (a veces pasan cosas como éstas). "Soy yo", protesté. Me tachaste de sinvergüenza y contigo tus sobrinos (y cien personas más que se solidarizaron contigo). Me atolondré y te dejé ir. A los pocos metros, claro, te vi con el rabillo del ojo (no paseabas a tus sobrinos, llevabas el pelo suelto) esta vez en el bar de enfrente. Justo en ese momento alcé la vista y observé cómo, teñida de pelirroja, te subías al bus. -Mierda, no soy un paranoico, me dije. Lo quiera o no, no me queda otro remedio que mirarte.

1 comentario:

  1. Deliciosa locura... querido amgigo, como te comprendo...(David)

    ResponderEliminar