A veces uno quisiera ser Shiki o Basho o Issa o incluso Kawahigashi, poseer una tormenta por aliento, y escribir poemas cargados de luz corriendo entre encinas o de secretos desde un lago vecino. Un haiku, se ha dicho alguna vez, puede ser lo más hermoso que existe, o una tontería. No hay término medio. Pero el caso es que hay veces, ciertas veces (aunque sea por escasos ratos) en que el milagro sucede, y ese otro mundo es posible:
Te oye mirarme / por las calles desiertas / mi corazón.
La luna llena, / rebosante de luz, / derrama pétalos.
Donde feliz / no debieras volver. / Viejos fantasmas.
Sola en la acera / una cinta de pelo. / Sola en la acera.
Cada fantasma / es aún más fantasma / si no se esfuma.
Verte otra vez / sangre de acantilado / en mis entrañas.
En la ventana / navegan gotas frágiles. / Así mi alma.
Luna de otoño: / el verano se agita / entre los árboles.
Vuelve tu sombra / en mi regreso a casa. / Ya no se esfuma.
Ola por ola / se deshace la huella / de cada día.
Te oye mirarme / por las calles desiertas / mi corazón.
La luna llena, / rebosante de luz, / derrama pétalos.
Donde feliz / no debieras volver. / Viejos fantasmas.
Sola en la acera / una cinta de pelo. / Sola en la acera.
Cada fantasma / es aún más fantasma / si no se esfuma.
Verte otra vez / sangre de acantilado / en mis entrañas.
En la ventana / navegan gotas frágiles. / Así mi alma.
Luna de otoño: / el verano se agita / entre los árboles.
Vuelve tu sombra / en mi regreso a casa. / Ya no se esfuma.
Ola por ola / se deshace la huella / de cada día.
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