miércoles, 18 de mayo de 2011

Para saber de mí hago noche en la casa de un amigo

No quiero molestar. Los dueños de la casa
duermen y no son horas
de despertar a nadie.
Hay que tener cuidado al encender la luz,
bajar al baño, recibir
llamadas en el móvil
o buscar agua fría en la nevera.
Está la noche calma,
el silencio vigila los pasillos
y los relojes sufren en el calor de julio.

Tardamos en dormir,
se hizo larga la cena porque había
historias que contar,
demasiado equipaje
de los últimos años.
Las viejas amistades están certificadas,
deshacen los kilómetros y el tiempo
para que todo ocurra como si fuese ayer.
Me han visto igual que siempre,
han opinado con razones mías
más veloces que yo. Sólo recuerdan
lo mejor que hay en mí.

Y ahora, desvelado,
no quisiera hacer ruido. Sin encender la luz
piso las escaleras con los pies de una sombra,
le explico a la quietud de la cocina
la diferencia horaria de mi sed,
llamo a Madrid, ruego que me perdonen
porque nunca he sabido despedirme,
en voz baja comento los detalles del viaje
y me encierro en el baño
donde soy cuidadoso como un gato intranquilo
para no dejar huellas.

Nadie se ha despertado,
pero todos mis ruidos están en el espejo.
Allí veo correr el agua sucia
de un hombre silencioso. No conviene
despreciar esta rara lección de intimidad.
Para saber de mí
hago noche en la casa de un amigo.

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