Suele hablarse mucho hoy de lo que signfica la amistad. Una amistad es una amistad. Hay amistades que sin crecer, crecen, como el eterno niño Peter Pan, amistades ordenadas y serias, que diría Julio Llamazares, amistades rampantes de las de tal vez o de las de solo porque sí u otras elegantes como Cary Grant. Existen amistades de despacio y buena letra, en las que-como pensaba Machado- el hacer bien las cosas importa más que el hacerlas. La mañana es azul y radiante. Entrego
Oxímoron y otras luces, tomo algo con viejos amigos, escribo. Me encuentro luego a mi amiga A., cuya sonrisa va dejando ciudades encendidas con su luz de zafiro. -"¿Por qué no paseas?". Y pasea uno, entre el sol y la sombra, retrospectivamente, haciendo balance de lo que ha vivido. Abre
El río del olvido (ahora puede leerlo calmadamente) y se fija, paciente, en el guiño que su autor, el de Vegamián, hace al viejo Woody Allen y su
Manhattan. En aquella película el director comenzaba con una docena de inicios alternativos. Aquí se recurre a un par: "Son las ocho de la mañana de un claro y presumiblemente caluroso día de agosto..." O bien: "A las ocho de la mañana, en León, las calles y las plazas aparecen aún desiertas, húmedas todavía por el rocío de la madrugada". O, como se nos dice, "de un modo más humilde y prosaico": "Son las ocho de la mañana de un claro y presumiblemente caluroso día de agosto cuando el viajero, dormido todavía y con los ojos nublados por el sueño y la resaca, abandona León en su vehículo descuadernado..." Hay amistades, por lo visto -como mañanas neoyorquinas o leonesas- verdaderas, que andan sin prisa y cuyo encanto (anoto ahora) no se deshace nunca (al igual que el eterno niño Peter Pan). Siento ponerme cursi. Pero algunas veces, todavía hoy, me sé privilegiado.
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