viernes, 25 de mayo de 2012

El Manhattan de Llamazares

Suele hablarse mucho hoy de lo que signfica la amistad. Una amistad es una amistad. Hay amistades que sin crecer, crecen, como el eterno niño Peter Pan, amistades ordenadas y serias, que diría Julio Llamazares, amistades rampantes de las de tal vez o de las de solo porque sí u otras elegantes como Cary Grant. Existen amistades de despacio y buena letra, en las que-como pensaba Machado- el hacer bien las cosas importa más que el hacerlas. La mañana es azul y radiante. Entrego Oxímoron y otras luces, tomo algo con viejos amigos, escribo. Me encuentro luego a mi amiga A., cuya sonrisa va dejando ciudades encendidas con su luz de zafiro. -"¿Por qué no paseas?". Y pasea uno, entre el sol y la sombra, retrospectivamente, haciendo balance de lo que ha vivido. Abre El río del olvido (ahora puede leerlo calmadamente) y se fija, paciente, en el guiño que su autor, el de Vegamián, hace al viejo Woody Allen y su Manhattan. En aquella película el director comenzaba con una docena de inicios alternativos. Aquí se recurre a un par: "Son las ocho de la mañana de un claro y presumiblemente caluroso día de agosto..." O bien: "A las ocho de la mañana, en León, las calles y las plazas aparecen aún desiertas, húmedas todavía por el rocío de la madrugada". O, como se nos dice, "de un modo más humilde y prosaico": "Son las ocho de la mañana de un claro y presumiblemente caluroso día de agosto cuando el viajero, dormido todavía y con los ojos nublados por el sueño y la resaca, abandona León en su vehículo descuadernado..." Hay amistades, por lo visto -como mañanas neoyorquinas o leonesas- verdaderas, que andan sin prisa y cuyo encanto (anoto ahora) no se deshace nunca (al igual que el eterno niño Peter Pan). Siento ponerme cursi. Pero algunas veces, todavía hoy, me sé privilegiado.

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