miércoles, 24 de noviembre de 2010

El árbol

Cerca de una aldea somnolienta llamada Kami-ichi hice una breve pausa para visitar un famoso árbol sagrado. Estaba en un pequeño bosque próximo a la carretera pública, aunque sobre una colina. Cuando me adentré en el bosque me encontré una especie de valle en miniatura rodeado por tres lados de acantilados y bajos, sobre los que crecían unos pinos inmensos, de una edad incalculable. De pronto, por puro azar, una mujer afable y formal. Su rostro era agradable y su juventud de una belleza poco común. Me miraba con confianza sonriendo a la vez dulce y radiante. “¿Qué estará pensando?”. “¿Querrá conocer a alguien?”. No dudé y me acerqué. No sé por qué comenzó a hablarme alegre de arte, literatura y música. En el transcurso de nuestra conversación, yo empecé, sin saber muy bien, a entender su idioma y le pedí que me dejara besarla. Ella lo hizo y me quedé obnubilado. “¿Quedamos mañana a la misma hora?” me dijo. Y aunque no me agradan los compromisos a corto plazo y aún menos con desconocidas, decidí aceptar. Parecía como si la conociera de siempre, ¿qué podía hacer en tal caso? Es indudable que su belleza era única. Además, había algo muy agradable en sus suaves ojos azules.
Llegué allí, a aquel rincón en el que me encontraba a salvo del mundo, por la mañana, poco antes de las ocho. Hacía un frío de mil demonios, solo llevaba puesto un traje fino y ligero, pero ¿por qué no habría de ser dichoso? El bosque era tan hermoso, el cielo encima de él tan azul y fascinante, las nubes allá en la altura tan amenas, los árboles de la orilla opuesta tan variados y de tan exquisito colorido, el prado tan suave y el arroyo que regalaba aquel prado solitario tan refrescante que tendría que estar loco para no sentirme dichoso. Ya dije que hacía un frío espantoso pero poco importaba. Todo era jazmín y zumbaba y se afanaba y resonaba y ganduleaba. Las ocho, las ocho y media, las nueve menos veinte, las nueve menos diez. Las nueve. Es natural que ustedes se pregunten que por qué no la dejé plantada. Pero yo soy un hombre de palabra, cuando digo una cosa, la cumplo. Además era una muchacha de una belleza incandescente. Estaba positivamente helado: me dolían los pies cansados, me dolían las manos, me dolía el pecho, sobre todo el pecho. Las diez menos veinticinco, las diez menos veinte, las diez menos cuarto. Ya muy cansado, triste. Llegó la hora de partir, y ella no apareció. No la he vuelto a ver. Quedé intrigado. No he podido aclarar si aquella mujer quiso descargar su conciencia o si solo trató de burlarse sutilmente de mis inquietudes de amante. Y es que “Demasiado tiempo, demasiada sed para conformarnos con un breve sorbo la única vez”, pienso ahora.

2 comentarios:

  1. Muy buena vuelta de hoja al texto de Max Aub. El final me resulta pura poesía; sin duda podrías hacer un relato tomando como base el lait motiv de este microrrelato. Sería estupendo una introspección a los sentimientos del hombre, y quizá a los de la mujer, siempre desde el punto de vista masculino del narrador equiscente.
    Te animo a que te presentes a concursos de narrativa. Un abrazo, y mañana platicamos acerca del tema.
    Un abrazo

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  2. Normal que te parezca poético el final, puesto que las dos últimas líneas (de ahí las comillas) son de nuestro adorado Silvio Rodríguez. Me alegra que te haya gustado el guiño a Aub. La idea, al fin y al cabo, nació de ti. Abrazos (hospitalarios) Javier. Mañana hablamos.

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