sábado, 30 de octubre de 2010

Utopía

Una mañana temprano, taciturna mirada del sol. La noche cenicienta había vuelto a dejar una alfombra amarilla como recuerdo. Más tarde vendría un empleado a barrerla y renovaría su olvido.
Yo deambulaba; en dirección a mí caminaba por casualidad una mujer. ¿Qué la perturbaba? La conocía hacía mucho, aunque de lejos. La había visto en un banco, en una plaza o en el tren. Pero quién sabe, quizá fuese la última posibilidad de que volviéramos a encontrarnos. Vestía con elegancia y caminaba pausadamente con los ojos muy abiertos; para bien o para mal paseaba los pies cansados entre la hojarasca. ¿Para oír el crujido de las hojas? Yo la seguía de lejos, pero lo sentía sin oírlo.
Ella caminaba en una dirección, yo en la contraria. Pasó por mi lado, yo pasé por su lado, los dos nos detuvimos ante un jardín en que había un café. La veía parada, siempre imponente. Entro, confuso. Ella entra profunda y melancólica.
Nos sentamos aunque separados en la misma mesa. No hablamos mucho ella y yo. Pero es como si tuviera que decirle una palabra, y me faltara esa palabra. Tomo un café. Ella sorbe un té con limón. Casi ninguna diferencia. Yo escucho voces y sonrisas entre el bullicio. Ella escucha también y son los mismos pensamientos lo que oye, quiero decir los mismos que yo, curioso. Estaba anocheciendo. —Debo irme—dije con cautela—. Salimos del café sin decir palabra. Su rostro es afligido como el mío. Entonces me alejo, ella se aleja. Con paso lento y la cabeza alta camina adelante como en un desierto. Y yo tras ella.


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