domingo, 30 de diciembre de 2012

La mirada del viajero

Cuando se deja avasallar por lo que guarda y conserva -por lo que es suyo-, mi memoria, inequívoca, se descubre la cara y regresa al Paseo de los Ferrocarriles, en El Astillero, quiere ir un poco más allá, más hondo, allá donde los árboles siguen creciendo. Los árboles, que todo lo ven y todo lo saben, suelen ser irreflexivos. O, como dice Umbral en uno de sus libros, los árboles son unos hombres que he descubierto tarde, unos amigos fijos y fieles, grandiosos. Es extraño cómo la nostalgia se ilumina y manifiesta durante mucho tiempo. No sé si somos conscientes de que escribir es reescribir, volver a vivir lo vivido por otros cuerpos que nos llevaban en tránsito, o sea, verse a sí mismo desde la distancia y desde la estatura de adulto presentándolo bajo un oro nuevo, añadiendo tal vez un rincón raro, un acento que ya es nieve, un tono de voz a media voz, que en muchos casos merece la pena ser leído. Escribir, digamos, tiene una cuarta dimensión y requiere buenas manos, como tocar el volín. Estaba, por un lado, la Ría de Solía, que era para mí, en mi vacación, en mi retiro desocupado, uno de mis sitios preferidos, una confusión de barro y atardecer rojizo, de prestado, de lo que me prestaba la vista. Mirándola de forma plácida (puede que sea una hipérboles visual), difícilmente podía uno sustraerse a tal fascinación. Desde cada recuerdo, como en éste, nos miran siempre los ojos de un fantasma por nosotros muy conocido, esos mismos ojos que nos reconocen desde las esquirlas de un espejo roto. Pero, a pesar de ello, nos encontremos donde nos encontremos, tengamos lo que tengamos, la buena memoria nunca nos llevará la contraria. Hace frío (tampoco demasiado frío), y la noche ha caído sobre el municipio, llenándolo de voces perdidas que retumban sin chocar con nadie, casi sin saberlo, pero el viajero, tal vez de mis veinticuatro o veinticinco años de edad, con mi mismo nombre y mis mismas inquietudes, sigue vagando aún por la Travesía de Orense, como navegante rendido, atraviesa las avenidas del pasado con gesto serio y las manos en los bolsillos, rumbo hacia el Mercado. La plaza del Mercado está llena de bonitos símiles. Hay algunos rincones secretos de ciudades apenas entrevistas en los que todo nos es ajeno, lugares que nos reconcilian con nosotros y permanecen en las telarañas del corazón, aunque estemos de paso. Son calles, olores, recuerdos, anécdotas, escenas sin importancia, etcétera., que uno ha amado y ama de manera invariable pues, esté donde esté, estará en esos lugares, y encontrará todas las cosas que necesita para ser feliz. Es decir, se acabarán enseguida sin agotarse nunca: Calle Rualasal de Santander, llena de fulgor, para caminar presurosos y camuflados, con sentimiento de duración; Calle Gil de Jaz, a media tarde, recuerdo que con las preocupaciones agotadas, donde dejé a uno de mis yo que más me gustaba y mis ojos se clavaban en una sonrisa (con un color fugitivo que solo existe en la memoria), que, cuando me quise dar cuenta, se perdía en el Hotel de La Reconquista, pero me quedó muy dentro; la Plaza Cataluña, junto a las palomas, desde la que se puede contemplar una Barcelona hermosa y fría, que invita a guarecerse bajo su abrigo. "Cada vez más honda conmigo vas, / como un amor hundido, irreparable. / A veces ola y otra vez silencio", para decirlo con el poeta catalán; y, sobre todo y especialmente, Calle Paseo de los Ferrocarriles, con sus abetos rojos, su cúpula al fondo y sus bancos a la espera de algún transeúnte. A veces parece que todo transcurre en esa calle donde nunca dejé de encontrar lo que buscaba. Yo escribí un día un poema titulado curiosamente "Calle Paseo de los Ferrocarriles":

Que estás en medio de la niebla y la nada,
ve a la Calle Paseo de los Ferrocarriles.
Que una sombra sigilosa te indica el camino
y no sientes más voz que la tuya,
ve a la Calle Paseo de los Ferrocarriles.
Que nada va durar y todo queda atrás,
ve a la Calle Paseo de los Ferrocarriles.
Que quieres ver pasar, ante tus ojos,
al gran teatro del mundo,
ve a la Calle Paseo de los Ferrocarriles.
Que todos los que fuiste se esfuman de repente,
ve a la Calle Paseo de los Ferrocarriles.
Que quieres volver a ese extraño lugar
en el que tal vez has sido feliz,
ve a la Calle Paseo de los Ferrocarriles.

Calle Paseo de los Ferrocarriles. El recuerdo es fiel aliado del viajero. De los cientos de paseos que le habitan, ése -ya digo- es el que prefiere. Paseo: eso que tan pocos saben hacer como Dios manda: sin rumbo, sin impaciencia y sin pensar en nada. No pretendo -o al menos así lo veo yo- hacer un retrato fiel de El Astillero. Pero el tiempo que pasé allí, según parece, reúne las mejores vivencias. Vivir en un café lleno de música y literatura. La mirada del viajero, con toda modestia, se acomoda en un rincón iluminado, repentina e inexplicable, y el adolescente que fue (y vuelve a ser a veces) se sienta junto a Julio Verne y Gustavo Adolfo Bécquer que caen de nuevo por azar entre sus manos, y los lee y los relee con una pasión inextinguible. Desde hace rato mi memoria -vuelve otra vez la frase-, se deja avasallar por lo que guarda y conserva, con la inocencia de un recién llegado. Es por eso que mi pensamiento, como un explorador entre la niebla, recorre El Astillero igual que lo hace ahora, como si en el poco ajetreo de sus calles encontrara satisfacción aunque, en realidad, permanezca suspendido como una temerosa luz. Villaespesa, Piélagos, Peña Cabarga, Guarnizo, Bahía de Santander, San Salvador. Acá y allá, cafés, dos paseos, dos estaciones, banco y caja de ahorros, Iglesia, ocho o diez taxis. Así es, por suerte, El Astillero -iluminado por la luna como linterna vieja-, marisma en la memoria que se rehace a la deriva, un mapa y una puerta al paraíso, una llave irrepetible y una débil esperanza abierta, de plumas reverberantes de realidad. O eso creo.

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