miércoles, 5 de diciembre de 2012
Atrio
Escribo este atrio después de haber 
tenido un sueño intenso, como es 
costumbre, como creo haber recordado 
alguna vez. Mareado de ideas y 
palabras para mi novela, me 
encontraba, impávido, en Isla-Máster, 
una isla encantada con un encanto 
inigualable que, dicho sea de 
pasada, parecía sacada de alguna 
obra de Vila-Matas o de Paul Auster 
(tipo Puerto Metafísico o Tierra del 
Sueño). La prisa. Me perdía entonces 
la prisa. La imaginación es un hecho 
del alma y quería volver a revisar 
todos los rincones, encontrarme con 
la gente abandonando la virtud de la 
calma. Nada es real excepto el azar. 
Me topé a Ramón, ennoblecido y 
balzacquiano. Me dijo con clara 
irritación: "A mí me pareces un Luis 
García Montero que se ha vuelto 
loco". De pronto, lentamente, 
estudié su cara y empecé a advertir 
que su rostro se cambiaba por el de 
Francisco Umbral, y me parecían 
iguales su tono de voz, iguales 
sus sílabas, todo: "Esta asociación, 
Gómez, de dos adjetivos contrapuestos 
siempre me ha parecido muy eficaz, 
de mucho efecto y precisión, si los 
adjetivos se eligen bien, claro, y 
de hecho la ha practicado usted 
bastante". Luego, añadió para mi 
sorpresa: "Es indescriptiblemente 
bueno". Hay quienes gritan en 
público o en silencio, quienes 
murmullan, quienes maldicen,  quienes 
se cuentan historias a sí mismos 
como si lo hiciera a otra persona. 
Lo que pasa con Ramón / Umbral es 
que habla él solo y todo el rato. 
Es el hombre / conferencia, aunque 
lo que dice es interesante. Así las 
cosas, empezó de pronto a llover en 
aquel recinto de ensueño y la lluvia, 
finalmente, nos dispersó. Se despidió 
de mí, menudo y afable. Isla-Máster era 
un espacio inagotable, un laberinto de 
interminables pasillos, y por muy lejos 
que fuera, por muy bien que llegase a 
conocer sus aulas, me dejaba la sensación 
de estar perdido. Me tropecé a Eduardo 
pero pasamos mucho uno del otro. Hablé 
con Sawyer. Sentía la necesidad de  
apuntar ciertos hechos y quería 
escribirlos en mi cuaderno rojo y de 
humo. ¿Qué sucedería cuando ya no tuviera 
sueños así? Los caminos de la vida, ya 
se ve, no son muy distintos de los 
caminos de la isla, con su olor a aula 
y a melancolía. Como yo soy intemporal 
y sueño mucho, choqué al doblar una 
esquina con una mano de sombra que 
resultó ser Ángela, acompañada de Elena, 
siempre dispuestas a entablar una 
conversación para aliviar el frío. 
Entonces oímos una voz que decía: 
"Sabes que puedes regresar. Aquellos 
que tú admiras aún existen". Me dirigí 
a la A-26, con ellas, charlando de esto 
y de lo otro. Había un cartel que traía: 
"Cerrado para muchos, abierto para muy 
pocos". Al entrar pude ver, eso sí al 
detalle, que había montones de libros. 
Libros encima de las mesas, libros encima 
de las sillas, libros en el suelo. Aquella 
isla era un mundo aparte, la tierra que 
soñó Yeats o la Illinois de Ray 
Bradbury, que también era Bizancio. 
Justo cuando iba a hablae con mis 
compañeras puras, intelectuales, me 
desperté confuso, febril y fabril, entre 
ruinas dialécticas. Lo raro es que tenía 
un libro brillantísimo de Octavio Paz 
entre las manos, lo cual le alegró a 
uno. Encontré estos versos: "El descenso / 
hecho de desesperanzas y sin 
consumación / nos revela un nuevo 
despertar: / que es el otro lado de la 
desesperación. / Por lo que no pudimos 
llegar a consumar, / por aquello / negado 
al amor, / por lo que perdimos en la 
expectativa / el descenso continúa / sin 
fin e indestructible". El descenso 
continúa. Todavía hoy, con distancias 
inmensas y secretas, me doy cuenta de 
que no puedo dejar de mirar el 
horizonte e imaginar que vuelvo a la 
isla. Y cada vez que eso ocurre, ya no estoy aquí, sino recorriendo los pasillos  de Isla -Máster, con Alba o Anabel, Marina o Patri, etcétera, y nada me importa más en el mundo que el ruido y la charla lejana de aquella estancia. Y es que  como decía Baudelaire (me parece que era Baudelaire) siempre seré feliz allí donde no estoy.
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