viernes, 11 de octubre de 2013

El maniquí

A media mañana me levanté, me duché, me afeité y salí a la calle. Con las llaves en las manos me fui a comprar un regalo para mi novia, que era una persona difícil de comprender. Quedé, por otra parte, con mi amiga Cristina, joven y responsable, para que me asesorara a estas alturas de la competición. Tiene que ser aquí te pillo, aquí te mato con las prendas, me dijo. Yo nunca he tenido gusto para comprar regalos. Caminé con ella pensativo. Deseaba comprar algo bonito. Cuanto gastase era lo de menos. Llegamos a Zara, una tienda que está situada en el edificio de Buenavista, a la que había acudido en otras ocasiones de emergencia y entramos por curiosear un poco. Estaba relativamente cerca de casa. Me proponía con ello evitar que me entrasen las prisas. Me gusta mirar las cosas con calma, no precipitarme, ya saben a lo que me refiero. Resultamos ser los únicos clientes pues aquel lugar estaba desierto. De repente Cristina me oyó musitar a los maniquíes: "os quiero a todos", y tuvo que marcharse dejándome solo en tierra de nadie. Vagué durante un rato por los diferentes pisos y anaqueles de la tienda y me perdí entre tanta ropa. —¿Puedo ayudarle?, me dijo la dependienta de turno. Últimamente me lo preguntan cada vez con más frecuencia, no le dejan a uno respirar. Durante unos minutos te vigilan con desconfianza y te espetan un “¿Necesita ayuda?” Al parecer, según el decir general, tienen vigilantes vestidos de calle y si ven que las dependientas no se involucran, las despiden sin miramientos. Hay que andarse con cuidado. Son tiempos convulsos. —No, gracias, solo estoy echando un vistazo, susurré con tono serio. Luego me comentó que en otra vida había conocido a Julio César, a lo cual dedicaré otro día un capítulo aparte. Seguí dando vueltas a la deriva del centro, inquieto, a sabiendas que aquí igual tampoco encontraba lo que buscaba, cuando de pronto… —Pst… —oí. El murmullo procedía de un maniquí que se tiraba un aire a Marilyn Monroe y que estaba situado cerca de la entrada por lo que, a simple vista, no se veía. —Pst…—Volvió a insistir, tras lo cual (y era aún más extraño tratándose de un maniquí de una tienda) me hizo señas con un dedo para que me acercara. ¿Se trataría de un truco electrónico de última generación para animar un poco aquel lugar desolado, tan falto de clientela? Yo sustento la teoría de que los maniquíes, por norma general, no hablan. —Quiero pedirle un favor, dijo amable y luminosa aquella Marilyn elegante, con una belleza fuera de lo común. Si era un truco electrónico no estaba nada mal. —¿De qué se trata?, dije tras la primera reacción de sorpresa. —Es que tengo un poco de prisa, ¿sabe?, contesté, pese a mi timidez. —Necesito que me lleves contigo… —¿Llevarla? ¿A dónde? —A cualquier parte, no importa dónde, necesito salir de aquí, añadió animada y somnolienta. —Mire, no puedo ayudarla, dije a regañadientes pues al hablar con ella me sentí a salvo de la realidad. Pero pensé que si llegara a oídos de mi novia que estaba hablando con un maniquí, podría molestarse. —Por favor, te lo suplico (Se puso de rodillas frente a mí). Aquel maniquí estaba vivo desde luego, era completamente real. Me parecía imposible que un maniquí se moviera y hablara con aquella naturalidad. Nunca había entrado en mis cálculos aquella situación. Era algo bien extraordinario, curiosísimo. Podía pasar cualquier cosa. Se veía que estaba deseando escapar de allí como fuera, de eso no hay la menor duda. Justo cuando ya estaba a punto de rescatarla de aquel lugar grande y misterioso, la dependienta nos interrumpió de manera súbita —¿Puedo ayudarle?. El maniquí se quedó sin brillo, inerte, como una roca. Yo me quedé sin decir nada y me fui de allí tan rápido como pude debido a la impresión, y no me dio tiempo a reaccionar con sensatez. Mientras andaba en dirección a casa con pasos torpes y pesados, intentando ordenar las ideas, sus ojos vagaban todavía en torno mío. Iba cabizbajo dando patadas a las piedras y pensando si aquel maniquí volvería algún día a cobrar vida. Al llegar a casa mi novia me dejó (al final no pude hacerme con su regalo). A partir de ahora está escrito mi destino: arrastraré una vida solitaria buscando a un maniquí como aquel entre los miles de maniquíes inertes. Vuelvo a estar soltero.

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